Guillermina regresaba a su pueblo después de 3 años, cuando
se fue era tan frecuente la lluvia que sus chanclas siempre chapoteaban en los
charcos y los caminos empinados de la sierra. Esperaba que el perdón de los
suyos ya hubiera llegado por lo que ellos consideraban pecado, ella había
traicionado a su pueblo, a los 14 años, enamorada y deslumbrada por la
posibilidad de la existencia de otros mundos, donde los zapatos, los médicos, los
sillones de piel y las lámparas de cristal eran algo que se veía todos los
días, se había hecho amiga primero y luego amante de Werner Brunner un
ingeniero entrado en años llegado de Suiza para dirigir la construcción de una
hidroeléctrica que aprovecharía toda la lluvia de la sierra y para la edificación
–en el aire- de los sueños de la joven que vendía comida en el campamento de la
constructora. A la hora de comer, el ingeniero de ojos azules la hacía pasar a
su casa en el campamento, la única con las comodidades y le leía en su mal
español cosas que ella apenas le entendía en las mismas condiciones, le ponía
música de Wagner y Bach y le regalaba jabones que ella nunca pudo usar para no
verse descubierta; su belleza salvaje, inocente, no pasó desapercibida.
Pronto Guillermina se dio cuenta que las construcciones en
el aire son mala inversión, se equivocó y no conoció ni el amor eterno ni esos
otros mundos de comodidades como pretendía, por el contrario cuando resultó
embarazada, huyó después de que su padre y otros hombres del pueblo tomaran las
instalaciones de la constructora encargada de la presa, golpearan al ingeniero
y lo exhibieran humillado como una forma de decirles a los extranjeros que las
mujeres del pueblo debían respetarse. Ella en silencio testificó la cobardía de
Werner que lo negó todo, el amor, las promesas y las intenciones de envejecer ella
y decrepitarse él en aquel lugar escondido en la sierra, juntos. Finalmente el huyó para ese mundo
donde las comodidades existen cotidianamente y donde el fracaso es solo una
oportunidad para emprender algo diferente. Ella, con unos cinturonazos en la
espalda y el vientre, se fue para ese mundo donde no existen ni el perdón ni la
clemencia.
Quizá coincidentemente cuando ella se fue dejó de llover, la
lluvia los abandonó como si fueran la peste y no la merecieran en ese pueblo
sumido en la ira, el desinterés y falta de perdón. Más de treinta y seis meses,
más de 1095 días, más de 3 años sin una gota de lluvia. Al inicio los pastos se
marcharon, se pulverizaron, los arbustos y los árboles grandes y llenos de
sombra se fueron secando y el paisaje poco a poco fue tornándose amarillo,
luego café y luego el paisaje fue tan extraño que costaba trabajo a los propios
lugareños reconocerlo. Las ranas que antes lo llenaban todo con sus sonidos
como ritos de apareamiento ahora guardaban silencio, las cigarras también
callaron; el silencio se hizo ensordecedor sobre todo cuando el sol los castigaba
a medio día. Los labios de la gente empezaron a partirse y su piel se hizo poco
a poco reseca y escamosa, como la de las lagartijas; los hábitos también eran
los de los reptiles pero en sentido inverso, las calles del pueblo se llenaban
de gente en la mañana cuando el sol empezaba a evaporar lo poco que quedaba de
humedad y entonces el sereno les
recordaba el páramo de hacía apenas tres años, mojado y próspero. Después,
durante el día solo se veía en la calle a alguien que debía salir por causas de
fuerza mayor para luego ya tarde, todos salir a las vías polvorosas en que se
había convertido las calles cobijados por las sombras, por la obscuridad que empezaba
a conquistar su reino y no por la necesidad de socializar con sus vecinos sino
más bien para esperar que acabaran de enfriarse las láminas de zinc que eran
como comales calentando sus almas.
La presa quedó inconclusa, “Proyecto Inviable” declaró el
gobierno, como muchos otros había sido solo una promesa vacía de prosperidad;
con las exclusas expuestas y las compuertas precariamente acomodadas, el agua
retenida en los primeros niveles pronto se fue ocupando para las actividades
del pueblo de tal forma que al final solo era una humedad humeante, pestilente,
un lodillo persistente al que varios pobladores iban para recordar la ciénaga
en sus tiempos de esplendor; con el tiempo suficiente y los soles de mayo, esa
restante y depresiva humedad terminó por convertirse en polvo, en arena. Pero aún
si hubiera estado terminada no habría servido para nada porque no existía ya la
lluvia y los ríos antes llenos de vida se habían convertido en caminos de
piedra suelta al inicio malolientes por la mortandad de los peces.
La sequía parecía haberse instalado ahí para siempre, aun
así, nadie abandonó aquella tierra estéril, nadie se fue de ese cáliz de fuego
en que se había convertido un pueblo antaño productivo.
El problema real es que no solo se secó la tierra sino el
espíritu, las ganas de ser y tener se cambiaron por la apatía, por la pereza y
por la comodidad y la culpa ajenas. ¿Cómo no iban a ser un pueblo pobre si no
había llovido en años? La culpa ya no era de los individuos sino de los dioses
que se habían vengado de ellos por no haber cuidado lo que les habían otorgado.
La envidia se instaló en cada casa, dispuesta a devorarlos a todos y consumirlo
todo, el trabajo disminuyó, los animales domésticos perecieron por la sequía
unos y otros por la necesidad que los convirtió en comida, se murieron las
flores y las ganas de sembrarlas, la pintura de las casas pronto empezó a
colgar como una muestra más de que estaban convirtiéndose en reptiles que
cambiaban de piel por otra más fea, más básica. La muerte de doña Epifanía fue
el punto de inflexión en el que algunos incluso recordaron a Guillermina y
descubrieron el hecho de que las aguas se fueron justo cuando ella se fue. El
pueblo se había hecho tan apático, tan indolente y todos estaban tan
ensimismados que nadie se dio cuenta que la anciana llevaba veinte días muerta
dentro de la casa. La falta de humedad evitó que se pudriera y cuando la
encontraron era apenas un bultito momificado que tenía la piel quebradiza y
ajada como la de los libros muy viejos. Avergonzados, mirándose unos a otros no
pudieron reconocerse.
Nada más volver Guillermina, muchos advirtieron que también
llevaba en sus brazos una hija del color de la tierra con los ojos del color
del cielo…o del agua. Nadie tenía dudas de su origen, era la hija mestiza de la
mala suerte y del infortunio. Ella supo de la muerte de su padre, supo que
había muerto de sequía cuando un año antes su corazón se negó también a irrigar
la sangre a lo largo de sus venas; le dolía mucho no haber obtenido su perdón,
le dolía no haber vuelto antes pero el destierro tiene sus propias reglas, sus
propias necesidades, prioridades, orgullos y sus propias ideas de justicia.
Y también muchos advirtieron que el día que ella llegó
también llegaron unos apenas perceptibles aires del norte y una suave brisa que
mojó a todos por primera vez en tres años. A pesar de la inicial celebración
por la llegada de ese apenas perceptible rocío todos en el pueblo se quejaron
porque aumentó el calor que junto con la humedad produjo un bochorno tan
intenso que la gente tenía que salirse de las casas para poder respirar.
Muchos la vieron con curiosidad, relacionando la ausencia de
lluvia con los ojos tan llenos de azul de la niña mestiza y empezaron a
regalarle gallinas guineas recién cazadas que aún se acercaban buscando los
abrevaderos que ya no existían. Quiyahuitl empezaron a decirle algunos con
respeto y arrepentidos por haber golpeado a su padre, a la versión suiza de Tláloc.
Si los regalos preocuparon a Guillermina, terminó por horrorizarse cuando un
sábado en la mañana salió a barrer el patio de su antigua casa y descubrió
veladoras y muñequitas de trapo café con los ojos mal bordados de hilo azul que
estaban amarradas a papelitos de estraza con oraciones en favor de la lluvia.
Las muñequitas aparecían al amanecer y ella las quitaba, lo hacía con
tranquilidad, como si fuera a guardar las oraciones que terminaban siendo parte
del combustible del fogón; le tranquilizaba en parte el haber recuperado la
amistad de las personas del pueblo pero le asustaban los motivos; todos veían a
la niña con ojos de adoración, de fanatismo e incluso con el morbo que
despierta, por extraño, lo sagrado. Y
empezó a llover.
Cuando empezó a llover la gente agradecida le llevaba
regalos a Guillermina y a su hija lluvia, y no era que la madre no quisiera
poner un alto a esa adoración malsana, el problema era que la ofensa de devolver
los regalos a la recién descubierta deidad hubiera sido peor que haberse
enredado con el Ingeniero. Pero cuando las lluvias empezaron a azotar esa
tierra desprovista de árboles, arbustos o pastos que mitigaran el daño del agua
y cuando el polvo fino como talco se convirtió en un lodazal y el río empezó a
crecer con ese rumor siniestro, la gente empezó a preocuparse, le quitaron la
niña a Guillermina a golpes, la empujaron y la arrancaron de sus brazos para
llevarla al templo, una mezcla de capilla católica y teocalli donde el
sincretismo religioso unía a santos y dioses, a cristo y a quetzalcoatl, a la
oración y al rito mágico; ahí, colocada en lo alto de un altar se turnaban las mujeres del pueblo para
hacerle regalos, para hacerla sonreír y ella alejada de la madre ponía cara de
espanto y lloraba a ríos.
El pastor brujo del pueblo decidió que Guillermina no
entrara al templo para no perturbar a Quiyahuitl que tenía los ojos tan mojados
que parecían nubes descargándose en torrenciales aguaceros; todos estaban
concentrados en la iglesia, en trance por hongos que los hacían ver a Dios y no
escucharon el sonido de las piedras moviéndose impulsadas por el agua; no
vieron el terror en la cara de Guillermina cuando en medio de la noche escuchó
el estruendo de la presa quebrándose, tan concentrados estaban que no vieron a
la diosa de la lluvia bajarse del altar y reunirse con su madre en las puertas
de la iglesia, tan concentrados que nadie escuchó a Guillermina cuando trató de
ponerlos a salvo, de advertirles a gritos que la presa rota pronto descargaría
toda el agua contenida en los últimos días hasta borrar el pueblo del mapa.
Tuvo que alejarse corriendo con su hija en
brazos, subiendo los caminos de la sierra hasta la parte más elevada,
escuchando como la inmensa pared de cemento crujía como una rama seca, viendo
desde lejos como el agua brillaba a la luz de los relámpagos que enfurecidos
parecían latiguear a su pueblo en la sierra, mientras ella lloraba y su hija
sonreía enigmática, en medio del ruido de la tormenta alcanzó a escuchar las
voces que clamaban a gritos por Quiyahuitl, las voces que pedían perdón a Tláloc antes
de que el ruido de las aguas las callara para siempre.